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A las 9 de la mañana ya está ahí.
Llega con paso lento, pero resuelto, a su edad la velocidad y la rapidez son
conceptos que se viven de forma diferente. Deja un vaso sobre el quicio de la
cristalera de la fachada de un banco, se quita con mucha calma la chaqueta, la
dobla cuidadosamente, y la coloca junto al cristal con un cuidado exquisito. Es
una chaqueta desgastada que siempre lleva encima, haga frío o calor. Es
fascinante la pulcritud con que la trata, la elegancia de sus movimientos,
siempre iguales, siempre precisos. Acto seguido se sienta, coloca el vaso entre
los pies, esboza una sonrisa, un “buenos días” a todo el que pasa y ahí continúa
hasta que acaba la jornada. Ninguna impostura que mueva a la compasión o la
pena; sencillamente él y las
circunstancias injustas que le han debido arrastrar a esa situación.