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Me preguntaba una alumna,
al hilo de una conversación sobre la maledicencia, si una serpiente venenosa
podía morir víctima de su propio veneno. La pregunta puede dar risa, parecer
ridícula, pero os aseguro que genera dudas a esas edades tempranas (como me
temo que también entre algunos adultos, aunque en su caso tal vez más por el
deseo de que fuera así para más de uno, al hilo de su paso por la vida, que por
desconocimiento de la respuesta). De hecho, pregunté al resto de la clase qué
opinaba y, como suponía, no hubo unanimidad.
Mientras ellos divagaban
sobre la circunstancia de que el veneno que fluye por las venas de un ser vivo
pudiera certificar su propia muerte, mi cabeza vagabundeaba sobre el mundo de posibilidades
que se abriría de ser así. Recordaba la obsesión de mis padres por el ‘qué
dirán’ en aquella época en blanco y negro de mi niñez y aquella forma cruel de
control social que suponían las habladurías, a poco que te descuidaras. Aquel ‘no
salirse del tiesto’, no llamar la atención y pasar desapercibido para que tus
vecinos no derramaran sus prejuicios y su veneno a tus espaldas. En definitiva,
guardar las apariencias, nadar y guardar la ropa en aquella ‘Calle Mayor’
infame y asfixiante en la que la dictadura convirtió este país. Con los años
comprendí que la maledicencia no se esconde sólo en los rincones grises de la
memoria, sino que extiende su veneno allá donde la mezquindad campa a sus
anchas a expensas de la vacuidad de las vidas. Que había existencias tan
tristes y vacías, las de los envidiosos, los tediosos y las personas con un
fondo de armario tan negro como sus propias vidas, cuyo background no es otro
que una suma de carencias, el reflejo de la insatisfacción en la que bracean. Un
‘blackground’ que estalla frente al éxito de los otros, frente a estilos de vida
que critican ferozmente y que envidian, siempre a espaldas de un protagonista que
desconoce serlo.
No deseo que estés mal, pero tampoco que estés mejor. Y con
ese fin conspiraré, malmeteré, hablaré mal de ti. El lema del envidioso. El
leitmotiv del mediocre.
Y todas estas cosas
servían de gasolina para que mi cabeza echara a andar por libre. Mi cerebro,
que cuando funciona como embebido en absenta sale a correr a velocidades
olímpicas y no vuelve hasta que se harta, comenzó a elaborar realidades
amparadas en el supuesto del auto-envenenamiento en forma de titulares de
periódico que abrirían portadas o páginas de sucesos. He de confesar, no sin
cierta vergüenza (para qué mentir, era casi un éxtasis onanístico) que algunas
imágenes que transitaban por mis sinapsis neuronales me producían, además de gracia,
cierto placer (me reservo muchas por excesivas). Un placer culpable eso sí. Con
cierto tufo a delincuente, vale. Pero muy, muy placentero. Ojalá la imaginación
superara algún día la realidad.
¿Te imaginas? Me
preguntaba a mí mismo.
“Mueren en el acto sobre sus desayunos, en el interior
de una cafetería, tres mujeres y un hombre. Otras dos personas resultaron
intoxicadas de gravedad y se teme por sus vidas. La muerte se produjo por el
veneno vertido en la conversación”.
“Un político muere envenenado
por morderse la lengua en un acto público”.
“La envidia, entre las
principales causas de muerte en la población. Varios laboratorios financian
estudios para encontrar un antídoto contra el auto-envenenamiento”.
“Muere una costurera que
se chupó el dedo después de clavarse una aguja”.
“Muere de sobredosis el
Último Superviviente al chuparse una herida para extraerse el veneno”.
“Dos ancianos en estado
crítico al confundir la medicación y tomar ‘viborizantes’(Sintrom) en lugar de
vigorizantes”.
“Hallan el cuerpo sin
vida de Drácula. Al parecer murió de miedo y hambre”.
“(…) El espía murió en el
acto al ser detenido tras ingerir una cápsula de morcilla de Burgos, un veneno
más potente que el cianuro (…)”
Sí, el mundo dejaría de
estar superpoblado, seguro. Y los malos pensamientos, los pensamientos
malintencionados, velados o expresados, la mayor causa de muerte de la
humanidad…
Tuve que bajar de mi nube
cuando concluyeron que no, que era imposible, que el cuerpo construye
mecanismos de defensa que le hace inmune al veneno que contiene (casi como a los maledicentes, pensé). Y me alegré por
ellos, por la alegría que les da cuando encuentran la respuesta, por lo
satisfechos que se llegan a sentir. Y me entristecí en parte, porque tal vez si
no fuera así, si la naturaleza no fuera tan perfecta, más de uno probaría de su
propia medicina. Una terapia de choque. Bebería de su propio veneno y
comprendería que hay líneas que jamás ninguna persona deberíamos pasar.
Concluimos, más allá de
la anécdota de la víbora venenosa, que no hay antídoto que nos protejan de la
maledicencia. No hay recetas. Mejor dicho, existe una. Una perfecta que no
admite variaciones: centrarnos en nuestras vidas y no en la de los demás.
Ponernos en el lugar de los otros antes de emitir juicios de valor. Alejarnos de
la crítica destructiva, del comentario gratuito. Y en definitiva, no hacer
aquello que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Puede parecer
infantil, pero no hay otra. Porque las palabras golpean mucho más fuerte que el
puño, y unidas a la mentira y al odio o la indiferencia, pueden hacer más daño
que la más brutal de las palizas. Tan sencillo y al parecer tan inalcanzable. Un
plato que utiliza en su elaboración unos ingredientes tan comunes como: la verdad,
conocer, respetar y educación. Comunes, sí, pero poco frecuentes.
Como la sustancia de este blog se consigue maridando una reflexión con un plato que llevarnos a la mesa, les pregunté qué receta le acoplaría a un maledicente, a una 'víbora venenosa'. Triunfó un plato con anguila frente a preparaciones alejadas aún del gusto occidental con protagonistas como los lagartos, las culebras y bichos raros. Pues eso, en la Cocina Indignada, maledicencia se escribe con ajo y guindilla, y víbora, con anguila: All i pebre de anguila al estilo maledicente. Ojalá que todos los venenos que puedan verter sobre nosotros fueran un antídoto contra el mal gusto como este plato.
Que lo disfrutes.
NECESITARÁS (para 4
personas)
- 1 kg y ½ de anguila troceada.
- 1 cabeza de ajos (incluso unos dientes de más).
- 1 o 2 guindillas.
- 2 cucharadas y ½ de pimentón dulce de la Vera.
- 1 ramillete de perejil.
- 1 puñado de almendras tostadas.
- Aceite de oliva virgen extra.
- Sal.
- ¾ l de agua.
- 1 pan de pueblo del día anterior.
ELABORACIÓN
- Lo normal es que las anguilas las maten en la pescadería delante de ti y las troceen. Si no es así, hazlo tú cortándoles la cabeza y trocéalas. Sala y reserva.
- Pela los ajos y lamínalos. Reserva uno. Pica menudo el perejil. Machaca ambos en el mortero junto al puñadito de almendras. En una cazuela con un poco de aceite fríe el majado sin dejar de darle vueltas. Añade el pimentón y las guindillas troceadas y remueve bien para que no se queme. Añade el agua. Cuando rompa a hervir introduce las anguilas troceadas y déjalas cocer durante 10’ aproximadamente. Retira del fuego y deja reposar unos minutos.
- Corta el pan en trozos y tuéstalos. Restriégalos con el ajo reservado y adereza con un hilillo de aceite.
- Emplatado: En plato hondo o en el centro en cazuela compartida, acompañado con los trozos de pan tostado.
Rápido,
fácil y exquisito. A disfrutar.
NOTA
El
plato puedes completarlo añadiéndole patata, que cocerán 20’ antes de añadir
las anguilas.
El
colmo del sibaritismo es volcar un huevo frito sobre la salsa que quede,
romperlo y mojar pan…pocas cosas tan deliciosas.
MÚSICA PARA
ACOMPAÑAR
Para la elaboración: Son las malas lenguas. Santiago
y Luís Auserón.
Para la degustación: Bad Reputation. Joan Jett.
VINO RECOMENDADO
Hacienda
Uvanis tinto joven. D.O Navarra.
DÓNDE COMER
Donde
te dé la gana, a cubierto o a la vista de todos; a fin de cuentas si han de
hablar de ti lo harán igual… aunque sea bien.
QUÉ HACER PARA
COMPENSAR LAS CALORÍAS
Poca
cosa si no gastas todas tus energías en mojar en la salsa hasta que salte la
porcelana el plato. Y si es así, camina o revienta.