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Más allá de la hoz y el martillo,
de las revoluciones con claveles o sin ellos, de las rosas rojas y de las
gaviotas azules, sobre todo de las gaviotas azules, el cuenco ha sido siempre
el símbolo del trabajador y los jetas, los tipos con morro, esos que siempre lo
han sabido y de tanto en tanto vertían en él cierta cantidad de alimento
para seguir ganando dinero a su costa.
Por un cuenco de arroz los chinos
fueron llevando el ferrocarril desde las civilizadas costas atlánticas hacia el
salvaje oeste, llenando de muertos las cunetas en un EEUU incipiente y sin
vertebrar. Por un cuenco de gachas, más al sur, donde los modales refinados en
ambientes de bucólica belleza encerraban el corazón de las tinieblas, los
negros sudaron sangre sobre el blanco algodón. Por un cuenco de gazpacho los
jornaleros andaluces modelaron un paisaje caciquil sobre el que dejaron la vida
sin llegar a poseerlo, como el extremeño o el manchego, cuyos cuencos medio
llenos de pringue y cereal fueron el motor de la fortuna de unos pocos, del
mismo modo que lo fue el de los campesinos del sur de Italia, de cuyo cuenco de
polenta se mantuvieron hermosas villas Berlinghieri.