lunes, 9 de enero de 2017

'Pelopinchos' de baklava. Teoría del despeine, del homo peinatus al homo despeinatus

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 Hoy, rebuscando entre mis cosas, ha aparecido una foto mía del colegio, de cuando tenía 6 años, que me ha retrotraído, no tanto a las bambalinas del recuerdo, como a la naftalina de una época, tal vez no tan lejana, llevándome de viaje a mi niñez.
Cuando mis hermanas y yo éramos pequeños e íbamos a Barcelona a ver a mis abuelos, mi madre, poco antes de que el tren llegara a su destino, siempre nos peinaba y nos echaba colonia en espray, con una botellita recargable de colores. Qué obsesión con peinarnos, pensábamos. Y protestábamos. Nos desenredaba el pelo y ponía orden allí donde 6 horas de viaje habían sembrado el alboroto y dejado nuestros cogotes como nidos de golondrina. Que te vea guapo la llalla, decía. ¡Y pórtate bien! Y me peinaba con la raya a un lado, estirando con decisión de mis rizos, dando forma sobre mi cabeza a una suerte de mar ondulado y oscuro que parecía fuera a derramarse por los lados en cualquier momento.
Guapos y presentables, y ante todo muy formales, así nos recibía aquella Barcelona de finales de los 60 y primeros 70. La misma preciosa e inhóspita ciudad que recibió a mis abuelos muchos años atrás, después de un largo viaje desde las profundidades de Andalucía. Ellos llegaron casi con lo puesto, pero, como nosotros después, pulcra, formal y decentemente peinados.

Porque los que tenían poco tal vez no podían cambiar de camisa todos los días, pero mostraban su dignidad, el aseo, la decencia y el decoro yendo limpios, bien peinados y afeitados. Y no sólo eso, casi por encima de todo, expresaban también, de forma sutil e inconsciente, rectitud en las formas y formalidad, su equilibrio interior; su pertenencia al grupo y la aceptación de lo establecido; la predeterminación a ‘portarse bien’, saliendo como salían de la realidad inamovible de un pueblo donde los señoritos-caciques seguían paseando a lomos de sus caballos y de sus jornaleros, y llegando no sabiendo bien a dónde. Carne de inmigración donde la ilusión y los esfuerzos por alcanzar un futuro mejor se entreveraban (ayer como hoy) con los abusos y la explotación. A su manera, la historia no deja jamás de repetirse.   

Así pues, no es de extrañar que, en esos años de peine y de gomina, para las personas de origen humilde como mi familia, que entraba de puntillas en la incipiente clase media de un país que se sacudía de la miseria y se desperezaba de los sueños de un dictador, esos valores siguieran siendo muy importantes; tanto, como la educación que ellos apenas habían recibido y nos regalaban como la llave que nos abriera el mejor de los porvenires. Después de años de sacrificios, poder mostrar a los hijos y a los nietos bien peinados y limpios, formales y educados, era una demostración de orgullo y de dignidad, de integración social y de aceptación de lo establecido.
No hay más que asomarse a la foto y mirarme: Sentado en una silla, acodado en la mesa, con un lápiz en la mano simulando escribir en un cuaderno, mirando serio al espectador. Y detrás, sobre la pared, un mapamundi representando el estudio y el conocimiento; lo que la familia desea. Y como san Gabrieles protectores, encarnando la formalidad y el orden, todo lo que es y debe ser, la cruz y el retrato de Franco. El niño perfectamente peinado. Con el pelo alineado con la raya a un lado trazada a tiralíneas (o con el flequillo cortado a cartabón, justo hasta mitad de la frente, de haberlo tenido liso). Ni un pelo fuera de su lugar. Domesticado. La perfección como norma. Orden, formalidad y decencia. El dominio de lo establecido sobre todas las cosas.

Ir bien peinado no es solo una cuestión estética, es también, y sobre todas las cosas, una cuestión ética. Una cuestión de comportamiento social. Los gobiernos trabajan las 24 horas del día, los 365 días al año, para que no nos despeinemos. Para que seamos decentes y limpitos.  Porque lo correcto, la cordura y lo ‘shenshato’ es ir peinado. Por fuera y por dentro. Sobre todo por dentro. Nos peinan las formas para que no las perdamos. Nos peinan los hábitos para que no nos movamos. Nos peinan las creencias y las necesidades para que no las abandonemos y nos anclen a una realidad inamovible. Nos peinan y nos peinan al gusto del momento y de mil formas diferentes para que no nos percatemos que nos están peinando. Porque una ciudadanía peinada y formal es una ciudadanía perfecta y cómoda. Maleable. Es una masa obediente que no cuestiona. Manipulable. Nos peinan con normas sociales tan profundamente arraigadas que ni nos cuestionamos cuestionar. Nos peinan la imaginación y la información. Nos peinan el conocimiento. Y por si te despeinas se inventan peines envenenados a los que llaman leyes de Seguridad Ciudadana para que el despeine no sea más que el leve soplo rendido de una brisa pasajera.  

Los estados no soportan la imperfección y su pelo alborotado. No soportan la divergencia y el criterio. Porque el despeine es la locura y la locura no se admite. Y si se admite es porque esa forma de locura despeinada está ya tan arraigada (en forma de arte, movimiento o protesta -no hay más que ver lo hippie, lo heavy, lo punky, lo rasta, lo hipster o incluso lo skinhead-) que, o es ya inocua o produce beneficios al estado. Porque el estado que nos peina y nos engaña lo admite todo si da dinero, desde la irreverencia más explícita, hasta lo disidente. Así de puta es.
Así que hay que despeinarse. Buscar y encontrar el estilo y la forma que le permita expresar a cada uno la locura que atesora en su interior. Huecos por donde fluir y avanzar. Vías por las que sentirse libres. Porque en una sociedad tan  tremendamente formal, tan exageradamente peinada y educada (aunque creamos ser libres para elegir o nos hagan creer en ello) despeinarse es una obligación. Por salud y por tocar los huevos. Soltarse el pelo. Saltarse las normas. Da igual el estilo. Lo correcto, siempre, siempre es despeinarse, arriesgar, enfrentar, atreverse, osar…
Todas estas cosas me decía aquel niño que fui, atrapado en esa foto…Con tu permiso, mamá, discúlpame; qué le voy a hacer es lo que pienso y no puedo evitarlo.

Y es que aún hoy mi madre, bien pasados los ‘cuarentaydiez’, me dice que me corte el pelo, que estoy más guapo. Que con esos rizos parezco un guarro. Que siendo profesor debería parecer más serio. Y más aseado. Y la miro con tanto cariño… Cuánto me ha dado y con cuánto sacrificio. Ella y mi padre y todos cuantos la precedieron. Cuánto cuesta romper con lo establecido. Modificarlo. Cuán difícil nos resulta parar las inercias que nos impulsan. A todos. Cuántas generaciones…

Como es costumbre maridar las reflexiones de este Blog con un plato dedicado a su protagonista, para todas esas generaciones que nos precedieron y sus esfuerzos por despeinarse, esta receta: Pelopinchos de Baklava. Y especialmente para Nati, mi cocinera atómica y galáctica, pues es de ella y con ella me ha llevado al cielo sin paradas ni apeaderos. Un dulce tan dulce como el cariño y la esperanza de quienes nos han acompañado hasta aquí. Un dulce puramente marroquí y exquisito que, al cortarlo y ponerlo en la fuente de esta manera, me pareció un despeinado rebelde y descarado que me hizo gracia, sin más. Una delicia tan sutil y placentera como un viaje en moto, sin casco y el pelo alborotado por el viento.
Que lo disfrutes.  

 
NECESITARÁS (para 4 personas)

  • 1 paquete de pasta filo (12 hojas).
  • 200 g de dátiles sin hueso.
  • 100 g de almendra en blanco.
  • 100 g de pistacho sin piel.
  • 2 cucharadas de miel líquida.
  • ½ cucharada de canela.
  • 100 g de mantequilla.
  • Una cucharada de aceite de oliva virgen extra.
  • 200 ml de agua.
  • 150 g de azúcar.
  • 2 cucharadas de zumo de naranja.
  • La ralladura de la piel de media naranja.


ELABORACIÓN

  1. Calienta el aceite en una sartén y tuesta las almendras y los pistachos sin piel (para quitársela escalda los pistachos en agua caliente y saldrá enseguida). Dejar que enfríe. Introducir en el vaso batidor junto a los dátiles, la miel y la canela y picar hasta conseguir una masa homogénea y fácil de manipular.
  2. Cogemos las hojas de pasta filo y las pintamos con la mantequilla superponiendo una sobre la otra en grupos de 4. Las partimos por la mitad. Cogemos 4 medias mitades y extendemos sobre ellas una capa fina de la masa de frutos secos y dátiles. Cubrimos con  otras 4 mitades y extendemos otra capa de masa y sobre la misma otras 4. Enrollamos con cuidado formando un rulo compacto. Procedemos de igual modo con las otras hojas de pasta y el resto de la masa hasta obtener otro rulo.
  3. En un cacito llevamos a ebullición el agua junto al azúcar, el zumo de naranja y la ralladura y vamos dando vueltas a fuego medio hasta que nos quede un almíbar.
  4. Ponemos los rulos en una bandeja sobre papel de horno untado en mantequilla y los metemos al horno (una vez precalentado a 150º-60º c) durante 50’ y 5’ finales a 210º.
  5. Sacamos del horno y los rociamos con el almíbar. Dejamos que se enfríen. Los cortamos en pequeños rectángulos y cada uno de estos por la mitad con un corte en diagonal para formar nuestros ‘pelopinchos’.
  6. Presentación: colocar en una bandeja con las ‘puntas’ hacia arriba y servir.

Una auténtica delicia. Para no parar hasta no dejar ni uno.

NOTA

Puedes espolvorear por encima un poquito de azúcar glass, le queda muy bien. Si lo deseas, puedes sustituir el almíbar de naranja por un hilillo de miel a la hora de servirlos. Es más rápido y también está muy bueno, pero el toque del almíbar es de una sutileza especial.

MÚSICA PARA ACOMPAÑAR

Para la elaboración: Que todo se pare. Diego Vasallo.
Para la degustación: El lado más bestia de la vida. Albert Pla

VINO RECOMENDADO

Lerchundi Moscatel. DOC Jerez

DÓNDE COMER

Bueno, bueno, los pelopinchos, en una tarde cualquiera de sofá y mantita alejada de un periodo vacacional donde hayas comido a discreción, con la compañía adecuada, se convierten en uno de los mayores placeres que un dulce te pueda ofrecer. Cuida de que las copas de vino, bien frío, estén siempre llenas. Es un plan que abre un amplio abanico de posibilidades para acabar la tarde…o alargarla.

QUÉ HACER PARA COMPENSAR LAS CALORÍAS

Si la tarde ha evolucionado como cabía esperar, con lo que imaginas será suficiente. De lo contrario, levántate, cálzate las zapatillas y corre, que seguro que no has parado de comer en el primero y los pelopinchos piden a gritos quemarlos.