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Cuando mis hermanas y yo éramos
pequeños e íbamos a Barcelona a ver a mis abuelos, mi madre, poco antes de que
el tren llegara a su destino, siempre nos peinaba y nos echaba colonia en
espray, con una botellita recargable de colores. Qué obsesión con peinarnos,
pensábamos. Y protestábamos. Nos desenredaba el pelo y ponía orden allí donde 6
horas de viaje habían sembrado el alboroto y dejado nuestros cogotes como nidos
de golondrina. Que te vea guapo la llalla, decía. ¡Y pórtate bien! Y me peinaba
con la raya a un lado, estirando con decisión de mis rizos, dando forma sobre
mi cabeza a una suerte de mar ondulado y oscuro que parecía fuera a derramarse
por los lados en cualquier momento.
Guapos y presentables, y ante
todo muy formales, así nos recibía aquella Barcelona de finales de los 60 y
primeros 70. La misma preciosa e inhóspita ciudad que recibió a mis abuelos
muchos años atrás, después de un largo viaje desde las profundidades de
Andalucía. Ellos llegaron casi con lo puesto, pero, como nosotros después,
pulcra, formal y decentemente peinados.
Porque los que tenían poco tal
vez no podían cambiar de camisa todos los días, pero mostraban su dignidad, el
aseo, la decencia y el decoro yendo limpios, bien peinados y afeitados. Y no
sólo eso, casi por encima de todo, expresaban también, de forma sutil e
inconsciente, rectitud en las formas y formalidad, su equilibrio interior; su
pertenencia al grupo y la aceptación de lo establecido; la predeterminación a
‘portarse bien’, saliendo como salían de la realidad inamovible de un pueblo
donde los señoritos-caciques seguían paseando a lomos de sus caballos y de sus
jornaleros, y llegando no sabiendo bien a dónde. Carne de inmigración donde la
ilusión y los esfuerzos por alcanzar un futuro mejor se entreveraban (ayer como
hoy) con los abusos y la explotación. A su manera, la historia no deja jamás de
repetirse.
Así pues, no es de extrañar que,
en esos años de peine y de gomina, para las personas de origen humilde como mi
familia, que entraba de puntillas en la incipiente clase media de un país que
se sacudía de la miseria y se desperezaba de los sueños de un dictador, esos
valores siguieran siendo muy importantes; tanto, como la educación que ellos
apenas habían recibido y nos regalaban como la llave que nos abriera el mejor
de los porvenires. Después de años de sacrificios, poder mostrar a los hijos y
a los nietos bien peinados y limpios, formales y educados, era una demostración
de orgullo y de dignidad, de integración social y de aceptación de lo
establecido.
No hay más que asomarse a la foto
y mirarme: Sentado en una silla, acodado en la mesa, con un lápiz en la mano
simulando escribir en un cuaderno, mirando serio al espectador. Y detrás, sobre
la pared, un mapamundi representando el estudio y el conocimiento; lo que la
familia desea. Y como san Gabrieles protectores, encarnando la formalidad y el
orden, todo lo que es y debe ser, la cruz y el retrato de Franco. El niño
perfectamente peinado. Con el pelo alineado con la raya a un lado trazada a
tiralíneas (o con el flequillo cortado a cartabón, justo hasta mitad de la
frente, de haberlo tenido liso). Ni un pelo fuera de su lugar. Domesticado. La
perfección como norma. Orden, formalidad y decencia. El dominio de lo
establecido sobre todas las cosas.
Ir bien peinado no es solo una
cuestión estética, es también, y sobre todas las cosas, una cuestión ética. Una
cuestión de comportamiento social. Los gobiernos trabajan las 24 horas del día,
los 365 días al año, para que no nos despeinemos. Para que seamos decentes y
limpitos. Porque lo correcto, la cordura
y lo ‘shenshato’ es ir peinado. Por fuera y por dentro. Sobre todo por dentro. Nos
peinan las formas para que no las perdamos. Nos peinan los hábitos para que no nos
movamos. Nos peinan las creencias y las necesidades para que no las abandonemos
y nos anclen a una realidad inamovible. Nos peinan y nos peinan al gusto del
momento y de mil formas diferentes para que no nos percatemos que nos están
peinando. Porque una ciudadanía peinada y formal es una ciudadanía perfecta y
cómoda. Maleable. Es una masa obediente que no cuestiona. Manipulable. Nos
peinan con normas sociales tan profundamente arraigadas que ni nos cuestionamos
cuestionar. Nos peinan la imaginación y la información. Nos peinan el
conocimiento. Y por si te despeinas se inventan peines envenenados a los que
llaman leyes de Seguridad Ciudadana para que el despeine no sea más que el leve
soplo rendido de una brisa pasajera.
Los estados no soportan la
imperfección y su pelo alborotado. No soportan la divergencia y el criterio. Porque
el despeine es la locura y la locura no se admite. Y si se admite es porque esa
forma de locura despeinada está ya tan arraigada (en forma de arte, movimiento
o protesta -no hay más que ver lo hippie, lo heavy, lo punky, lo rasta, lo
hipster o incluso lo skinhead-) que, o es ya inocua o produce beneficios al
estado. Porque el estado que nos peina y nos engaña lo admite todo si da dinero,
desde la irreverencia más explícita, hasta lo disidente. Así de puta es.
Así que hay que despeinarse.
Buscar y encontrar el estilo y la forma que le permita expresar a cada uno la
locura que atesora en su interior. Huecos por donde fluir y avanzar. Vías por
las que sentirse libres. Porque en una sociedad tan tremendamente formal, tan exageradamente
peinada y educada (aunque creamos ser libres para elegir o nos hagan creer en
ello) despeinarse es una obligación. Por salud y por tocar los huevos. Soltarse
el pelo. Saltarse las normas. Da igual el estilo. Lo correcto, siempre, siempre
es despeinarse, arriesgar, enfrentar, atreverse, osar…
Todas estas cosas me decía aquel
niño que fui, atrapado en esa foto…Con tu permiso, mamá, discúlpame; qué le voy
a hacer es lo que pienso y no puedo evitarlo.
Y es que aún hoy mi madre, bien
pasados los ‘cuarentaydiez’, me dice que me corte el pelo, que estoy más guapo.
Que con esos rizos parezco un guarro. Que siendo profesor debería parecer más
serio. Y más aseado. Y la miro con tanto cariño… Cuánto me ha dado y con cuánto
sacrificio. Ella y mi padre y todos cuantos la precedieron. Cuánto cuesta
romper con lo establecido. Modificarlo. Cuán difícil nos resulta parar las
inercias que nos impulsan. A todos. Cuántas generaciones…
Como es costumbre maridar las
reflexiones de este Blog con un plato dedicado a su protagonista, para todas
esas generaciones que nos precedieron y sus esfuerzos por despeinarse, esta
receta: Pelopinchos de Baklava. Y
especialmente para Nati, mi cocinera atómica y galáctica, pues es de ella y con
ella me ha llevado al cielo sin paradas ni apeaderos. Un dulce tan dulce como
el cariño y la esperanza de quienes nos han acompañado hasta aquí. Un dulce
puramente marroquí y exquisito que, al cortarlo y ponerlo en la fuente de esta
manera, me pareció un despeinado rebelde y descarado que me hizo gracia, sin
más. Una delicia tan sutil y placentera como un viaje en moto, sin casco y el
pelo alborotado por el viento.
Que lo disfrutes.
NECESITARÁS (para 4 personas)
- 1 paquete de pasta filo (12 hojas).
- 200 g de dátiles sin hueso.
- 100 g de almendra en blanco.
- 100 g de pistacho sin piel.
- 2 cucharadas de miel líquida.
- ½ cucharada de canela.
- 100 g de mantequilla.
- Una cucharada de aceite de oliva virgen extra.
- 200 ml de agua.
- 150 g de azúcar.
- 2 cucharadas de zumo de naranja.
- La ralladura de la piel de media naranja.
ELABORACIÓN
- Calienta el aceite en una sartén y tuesta las almendras y los pistachos sin piel (para quitársela escalda los pistachos en agua caliente y saldrá enseguida). Dejar que enfríe. Introducir en el vaso batidor junto a los dátiles, la miel y la canela y picar hasta conseguir una masa homogénea y fácil de manipular.
- Cogemos las hojas de pasta filo y las pintamos con la mantequilla superponiendo una sobre la otra en grupos de 4. Las partimos por la mitad. Cogemos 4 medias mitades y extendemos sobre ellas una capa fina de la masa de frutos secos y dátiles. Cubrimos con otras 4 mitades y extendemos otra capa de masa y sobre la misma otras 4. Enrollamos con cuidado formando un rulo compacto. Procedemos de igual modo con las otras hojas de pasta y el resto de la masa hasta obtener otro rulo.
- En un cacito llevamos a ebullición el agua junto al azúcar, el zumo de naranja y la ralladura y vamos dando vueltas a fuego medio hasta que nos quede un almíbar.
- Ponemos los rulos en una bandeja sobre papel de horno untado en mantequilla y los metemos al horno (una vez precalentado a 150º-60º c) durante 50’ y 5’ finales a 210º.
- Sacamos del horno y los rociamos con el almíbar. Dejamos que se enfríen. Los cortamos en pequeños rectángulos y cada uno de estos por la mitad con un corte en diagonal para formar nuestros ‘pelopinchos’.
- Presentación: colocar en una bandeja con las ‘puntas’ hacia arriba y servir.
Una auténtica delicia. Para no
parar hasta no dejar ni uno.
NOTA
Puedes espolvorear por encima un
poquito de azúcar glass, le queda muy bien. Si lo deseas, puedes sustituir el
almíbar de naranja por un hilillo de miel a la hora de servirlos. Es más rápido
y también está muy bueno, pero el toque del almíbar es de una sutileza
especial.
MÚSICA PARA ACOMPAÑAR
Para la elaboración: Que todo se pare. Diego Vasallo.
Para la degustación: El lado más bestia de la vida. Albert Pla
VINO RECOMENDADO
Lerchundi Moscatel. DOC Jerez
DÓNDE COMER
Bueno, bueno, los pelopinchos, en
una tarde cualquiera de sofá y mantita alejada de un periodo vacacional donde
hayas comido a discreción, con la compañía adecuada, se convierten en uno de
los mayores placeres que un dulce te pueda ofrecer. Cuida de que las copas de
vino, bien frío, estén siempre llenas. Es un plan que abre un amplio abanico de
posibilidades para acabar la tarde…o alargarla.
QUÉ HACER PARA COMPENSAR LAS CALORÍAS
Si la tarde ha evolucionado como
cabía esperar, con lo que imaginas será suficiente. De lo contrario, levántate,
cálzate las zapatillas y corre, que seguro que no has parado de comer en el
primero y los pelopinchos piden a gritos quemarlos.