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Hay ocasiones en las
que el verano nos sorprende con algo inesperado que supone una colisión frontal
con todo a lo que estamos acostumbrados. En pleno agosto, mientras la clase media
trabajadora derrama sus días de descanso por playas y pueblecitos, y ocupa su
pequeño lugar en el mosaico de la masificación, rincones como la Estrella,
solitarios, salvaguardados por la distancia y una naturaleza abrumadora y
bella, surgen como un milagro hermoso, sorprendente y arrebatador.
Aquí no se llega por
casualidad, tal vez la mejor manera de descubrir un lugar. Aquí se llega por
pura voluntad. Pero el esfuerzo tiene su recompensa. Una pista de grava y piedra
de 12 km, que se viste de asfalto tan sólo al acabar. Un paisaje que se pierde
en el infinito como un mar de olas verdes remontando el cielo, mientras a
nuestro lado se precipita en un vacio de vértigo. Una bajada con más de 600 m
de desnivel. Y al fondo del camino un santuario, lo que queda de una aldea que
se apaga arrimada a la rambla seca de un río, sus dos vecinos, y un estilo de
vida suspendido en el tiempo. Hay ocasiones en las que para encontrar una
estrella no hay que mirar hacia arriba, basta con buscar en el lugar donde se
perdió. Esta es una de ellas: el santuario de la Virgen de la Estrella, en
Mosqueruela, Teruel. Un lugar donde sus habitantes miden el paso de sus días
con el reloj solar. Un lugar sumergido en las entrañas de la naturaleza, tan
venerado por sus fieles como dejado de la mano de dios.
Si el entorno abruma
por su hermosura, el escueto caserío y la placita empedrada que conforma el
santuario por un lado, las magníficas hospederías (en la mayor de las cuales,
la Casa Vieja, viven los dos únicos vecinos) y la pared que separa el conjunto
de las huertas y la rambla del río, configuran un conjunto precioso que combina
belleza, placidez y soledad a partes iguales. En medio de la plaza,
presidiendo, un gran olmo, y repartidos por sus rincones, una veintena de
gatos. Sin embargo, más allá del interés del lugar y su paisaje, sin duda, sus dos
habitantes son los auténticos protagonistas de la Estrella: Martín y Sinforosa (Sinfo
para su marido), de 81 y 83 años respectivamente. 164 años sumados en línea
recta. Y toda una vida juntos, que ya de por sí es un mérito (“Es que ahora la
gente se separa muy rápido. Nosotros…Hombre, no sé… A lo mejor en otras
circunstancias…No sé. Pero, aquí…Nos hemos llevado muy bien, la verdad…Qué
tiene uno que hacer…” Me comenta Martín bajo el olmo en un momento en que nos
quedamos solos).
Y es que la Estrella no
se entiende sin Martín y Sinforosa, por más devoción que la desborde una vez al
año. Cuando llego, Sinfo me saluda. Barre el empedrado de la puerta de su casa.
Son las 3 de la tarde; “la 1”, dice ella. La Casa Vieja, el enorme palacio en
el que vive, que pertenece a la iglesia y hace las veces también de hospedería
en los días de romería junto a la Casa Nueva aledaña, tiene dos relojes de sol
que guían sus horas y las de su marido. “Cuando tenemos que subir a médicos y
cosas de esas miramos el otro, que si no vamos descompasados; pero aquí, con el
reloj de sol nos apañamos”. Llámenme ignorante, para jamás había conocido a
nadie bilingüe de hora. Y algo tan extraordinario me pareció, más allá del
hallazgo, todo un toque de distinción difícilmente igualable.
Sinforosa se
mueve sorprendentemente ágil para sus años, a pesar de su cadera operada. Anda
rápida y silenciosa como los gatos que le hacen compañía e incluso se permite
algún salto como aquellos. Vuela por la plaza con su escoba en la mano y cuando
Martín aparece y nos presentamos, me enseñan todos los reportajes que de ellos
se han hecho en revistas y periódicos, e incluso en la televisión. Me pasean
por el pueblo y sus historias como si nos conociéramos de antiguo, como se
comentan las novedades o los recuerdos a un familiar que hace años no se ve. Y
me hacen sentir tan cómodo y arropado como sólo son capaces de hacerlo las
grandes personas, de buenas y humildes que son. Me enseñan el santuario, la
calle mayor, arrasada a finales del XIX por una riada que le arrancó su mitad y
se llevó un montón de vidas de las más de 300 que llegaron a vivir en el lugar.
También la Casa Vieja y sus enormes espacios varados en el tiempo, sus salones
habilitados como comedor o dormitorios, la cocina y el horno que, agotado de
hornear, ha empapado con su aliento de pan cocido la piedra de las paredes hasta
hoy.
Martín me narra la
dureza de sus días en otro tiempo. El fusilamiento de su padre y el
encarcelamiento de su madre. Sus años trabajando tan sólo por la comida cuando
aún era un crio (“Como va a pasar ahora a poco que nos descuidemos. Que eso es
lo que a estos les gustaría, como toda la vida les ha gustado a los ricos y a
los que mandan...”; y es que vivir aislados no es vivir ajenos a la realidad).
Sus jornadas infinitas en el campo. Las reticencias de la iglesia por
reconocerles económicamente sus trabajos diarios de mantenimiento del santuario,
las hospederías y el entorno. La muerte de su hija tan joven como era…
Cuando nos damos cuenta
ya son las 6 (las 4 en la Estrella, así que aún es pronto). Martín entra en
casa y saca una lata llena de pienso para gatos. Se para enfrente, la agita y
acuden desde sus rincones todos los mininos al segundo, con el rabo en alto,
expectantes. Martín ríe. Paulov estaría orgulloso; él y sus estímulos. “Cómo
cambiaría la cosa si en lugar de gatos fueran personas ¿eh?”, dice sin dejar de
sonreír. Sinforosa, sentada a la puerta de la casa, contesta: “Ya lo creo”. Y
sonríe con cierta nostalgia.
Me marcho. Pero antes
de hacerlo, Martín me saca en una bolsa unos pepinos y media docena de huevos
de sus gallinas “Los pepinos aún llevan tierra. Es que los termino de coger
este mediodía y aún no he podido limpiarlos”. Todo me parece tan entrañable,
tan natural, tan exquisitamente sencillo…Es tan difícil encontrar tanta
franqueza gravitando en un lugar, tanta espontaneidad… Y es que hay ocasiones
en las que para encontrar las estrellas no hace falta levantar la mirada, basta
con buscar en el lugar donde se encuentran.
Martín, Sinforosa, me
encantaron los pepinos; y los huevos ni os cuento. Teníais razón, estaban
buenísimos. Los primeros me los comí con comino, mucha sal, limón y aceite; los
segundos, como no podía ser de otro modo, me los hice estrellados: Huevos Estrellados al estilo de la
Estrella.
Va por vosotros.
NECESITARÁS
(para 4 personas)
- 4 pepinos pequeños.
- 4 huevos de corral.
- 4 patatas medianas.
- 16 cortadas finas de chorizo.
- 2 dientes de ajo.
- El zumo de un limón.
- Sal y pimienta.
- Comino y las aromáticas que te gusten.
- Aceite de oliva virgen extra para freír.
- Agua para cocer los huevos.
ELABORACIÓN
- Quita los extremos a los pepinos, pélalos y córtalos longitudinalmente en 4 trozos cada uno. Sálalos con generosidad. Pica en el mortero un buen puñado de granos de comino con un grano de anís estrellado. Espolvorea sobre el pepino, añade limón y un buen chorrete de aceite de oliva virgen extra. Reserva.
- Pela las patatas y córtalas en paja. Pela y pica muy fino el ajo y mézclalo con las patatas. Fríe en abundante aceite y tuéstalas con cuidado de no quemarlas. Pásalas por papel absorbente, sala y haz con ellas como pequeños nidos donde alojaremos los huevos.
- Pasa por la sartén las rodajas de chorizo cortadas en trocitos lo justo para que suden un poco. Introduce en el nido.
- En una taza de café coloca un trozo cuadrado de papel film. Tiene que ser lo suficientemente grande como para que luego podamos anudarlo. Con los dedos recubre con él el centro en la taza. Echa un chorrito de aceite, una pizca de sal y pimienta y las aromáticas que más te gusten. Casca con cuidado el huevo e incorpóralo. Anuda con cuidado y mételo en agua hirviendo durante 3’-3’30’’.
- Emplatado: Introducir en el nido de patatas los trocitos de chorizo y encima el huevo escalfado. Espolvorear con un poquito de escamas de sal y unas gotas de aceite de oliva virgen…Rompe el huevo, mézclalo todo…Umm…
- Un viaje directo a las estrellas, sencillo, económico y delicioso. Para no volver.
A disfrutar.
NOTA
Puedes utilizar una
cestilla especial para elaborar tus nidos de patata, te saldrán perfectos, pero
así también puedes hacerlos y dan el ‘pego’. Si lo prefieres puedes sustituir
el chorizo por jamón. Yo he utilizado chorizo picante, que alegra un poquito
más el plato si cabe.
MÚSICA
PARA ACOMPAÑAR
Para
la elaboración: Casualidad. Nino Stern.
Para
la degustación: El corazón es agua. Toti Soler y
Silvia Pérez Cruz.
VINO
RECOMENDADO
Jardín de Lúculo, Los
bohemios tinto 14. DO Navarra
DÓNDE
COMER
En un lugar relajado y
tranquilo donde poder disfrutar de la sencillez de esta receta y apreciarla; y
acompañado de amigos que nos regalen con una conversación agradable, serena y
pausada
QUÉ
HACER PARA COMPENSAR LAS CALORÍAS
Pasear y continuar
hablando disfrutando de las historias que surgen al hilo de la conversación.