www.cocinaparaindignados.com |
Seguro que te has planteado alguna vez levantarte un día, coger lo justo e irte de viaje solo o a refugiarte por un tiempo en algún lugar mágico donde poder desconectar de tu propia vida. La verdad es que el día a día en un mundo tan cambiante y que evoluciona tan rápidamente termina por ser extenuante, y el reloj que sincroniza nuestra vida con nosotros mismos va tan pasado de frenada que acabamos totalmente agotados. Tanto, y muchas veces tan agobiados, que creemos sucumbir a su propio peso; al peso de las responsabilidades, de las expectativas, de las rutinas, los deseos, las frustraciones…y nos dejamos lo básico y más importante para el final: nosotros.
Llega un momento en que sentimos
la necesidad de parar para volver a sentirnos. O de movernos, tanto da, siempre
que el viaje, en parada o en movimiento, se emprenda en la dirección correcta:
uno mismo. Sentimos la obligación de darnos unas vacaciones de nuestras vidas,
de alejarnos de la rueda de hámster en la que se convierten nuestras rutinas,
del hámster en el que éstas nos convierten a nosotros. Llámalo como quieras:
tomarse un Kit-Kat, momento espiritual, soplo divino, crisis emocional,
personal, los años…, Cada uno tiene sus convicciones, sus intereses y su
momento. Pero todos hemos sentido esa necesidad de decir “para, que me bajo”;
esa necesidad de huida y de reencuentro a la misma vez.
Así que no es de extrañar que, con
estos antecedentes, en una época donde cada minuto cuenta (no sabemos muy para
qué, pero cuenta, y nos angustiamos porque no llegamos a todo), se perciban
como una necesidad las técnicas de relajación, las curas de silencio, los
retiros espirituales, de meditación, de yoga, religiosos o de ayahuasca, allá
cada uno con sus preferencias; que entendamos como una necesidad reducir la
velocidad. A veces la magia se encuentra en un viaje tan especial que termina
por convertirse casi en iniciático. Otras en la experiencia de un retiro que te
aleja de todo y te acerca a lo esencial. Pero sea cual sea el camino escogido,
al final la meta es la misma: la vivencia en sí y el reencuentro con ese yo que
teníamos un tanto abandonado. En definitiva, desconectar de la tediosa rutina
diaria y dedicarnos un poco de tiempo a escucharnos y sentirnos.
Hace un par de años un buen amigo
hizo un viaje al Nepal. El viaje, por supuesto, fue toda una experiencia. Una vivencia
única. Llegó a Katmandú contrató un guía y atravesó el Himalaya hasta el
campamento base del Everest en un trekking de ensueño. Luego volvió de nuevo a
su vida, después de haberse dado esa cura de zapatillas por aquellas
inmensidades, tocar el cielo con los dedos y de viajar al corazón de sus
tinieblas. Cuando regresó no era el mismo, el viaje le había cambiado. Se había
reconciliado consigo mismo y con el mundo; al menos con el mundo que tanto daño
le había hecho antes de su partida y le dejó al borde de una depresión, totalmente
desgastado. Ese fue su momento. El momento de realizar el viaje que llevaba
soñando con hacer desde hacía muchos años y posponiendo continuamente, acuciado
por las obligaciones. La excusa perfecta para vivir aquella experiencia y
superar sus problemas. Sabía que el viaje iba a marcarle, pero no podía
imaginar que lo haría de aquel modo. Y así fue. Su actitud no era la misma;
incluso físicamente era diferente. Es lo que tienen las travesías, los viajes,
a pie o en bicicleta, donde lo que importa no es tanto llegar, sino sentir el
camino, sentir el paisaje y sus gentes, sentirse a uno mismo. Algo que sucede
en cualquier viaje de esas características (el Camino de Santiago o la Vía de
la Plata, por ejemplo, o cualquier travesía o excursión larga donde las
soledades sean compañeras de viaje), no sólo en viajes míticos como el de mi
amigo.
Pensaba en él y en todo ello durante
los días que pasé alojado en una hospedería monástica, la del monasterio de Santa
María de Huerta, en Soria. Llevaba mucho tiempo con ganas de hacer un retiro de
esa naturaleza, no tanto para reencontrarme conmigo mismo (por suerte me
soporto razonablemente bien), sino por experimentar una realidad diferente
donde las emociones, tan adaptadas como están a la cotidianidad de nuestros
días, pudieran expresarse de forma distinta y descubrir nuevas sensaciones. Y
vaya si ha sido así. Me ha parecido una de las vivencias más sugerentes y
recomendables que he tenido en mucho tiempo. La soledad es una excelente
compañera de camino para ordenar los armarios de tus adentros, pensar,
escribir…En definitiva, para dedicarte un tiempo. No te hace falta hábito, te
aseguro que este no hace al monje. Tan sólo ropa cómoda y actitud, mucha
actitud, para un viaje diferente.
Hay más de 500 monasterios
repartidos por toda la geografía en los que puedes alojarte. Más de 500
oportunidades para emprender una travesía que combina el viaje interior y
exterior; para vivir la experiencia del silencio y el recogimiento en un
espacio lleno de espiritualidad, idóneo para la reflexión, aclarar las ideas y
participar, si es eso lo que buscas, no hay obligación, de los oficios
espirituales de quienes lo habitan. Eso sí, si buscas comodidades (jacuzzi,
wifi, televisión…) este no es tu sitio. Las habitaciones son austeras, pero
dignísimas; la comida sencilla, pero exquisita, la misma que comen los monjes; y
participas en sencillas tareas diarias como poner y quitar la mesa, fregar los
platos o pasar el cepillo después de comer. Cada monasterio tiene su protocolo
de funcionamiento interno, independientemente de la regla que rija la orden a
la que pertenezcan. Y todos son edificios históricos. Sentir el peso de los
siglos en sus espacios, la pátina de espiritualidad que impregna cada una de
sus piedras, pasear sus claustros o cualquiera de sus rincones al anochecer, es
un lujo al alcance de la mano y de cualquier bolsillo (36€ el día, incluidas
comidas, con un máximo de días de estancia).
Calatayud (la población más
grande y cercana a ‘mi’ monasterio, viniendo desde la costa) fue mi Katmandú en
Aragón y los Monegros su Himalaya. Ya sé que suena menos glamuroso y hipster
que el de mi amigo (y por supuesto que no comparo la monumentalidad de su viaje
con mi experiencia), pero la población hizo igualmente, como aquella, las veces
de parada obligatoria en mi viaje antes de llegar a mi destino, hasta mi
campamento base en las faldas del Everest: Santa María de Huerta. No hace falta
buscar en lo más profundo del horizonte lo que podemos encontrar a la vuelta de la
esquina, si lo que buscamos, obviamente, no es el viaje de tu vida, sino un lugar de recogimiento y una experiencia única.
Tal vez a los monasterios y
conventos les haga falta una actualización de software, un Richard Gere que les
quite el olor de naftalina y los actualice (como ha hecho con la meditación y el budismo), que los ponga en el mapa de los
retiros que molan, de los viajes que también se envidian. O tal vez no. Tal vez
sea mejor que se queden como están, resguardados de la masificación, con su
aura demodé y anticuada, pero cargada de vitaminas para el alma y de una
singularidad difícil de alcanzar en otro lugar.
Me vine con la mochila de las
sensaciones cargada a tope y con un buen rollo instalado en mi interior que aún hoy no se me ha ido, por más que las rutinas de mi día a día me han sacudido en
este tiempo. No es que saliera de allí nuevo. Pero tampoco más viejo. Viví la
experiencia, que ya es bastante. Y me pareció perfecta. Digna de repetir. Digna
de recomendar.
También me traje la receta de una
exquisita mermelada que preparaban los monjes con las frutas de su huerto. Una mermelada
de café: Mermelada de Clausura (así
la llamamos en este blog). La confitura del alma que despeja de todo y nos
mantiene despiertos. Una mermelada con un sabor tan dulce y sutil que casi,
casi te parecerá celestial.
Que la disfrutes.
NECESITARÁS (para 4 personas)
- 1 kg de manzanas.
- 350-400 g de azúcar (según lo goloso que seas).
- 3 tazas de café fuerte.
- La ralladura fina de un limón y su zumo.
- 1 cucharada de canela en polvo.
ELABORACIÓN
- Pela las manzanas, córtalas en cuartos, elimina las pepitas (no quites toda la parte dura del corazón, sólo las pepitas, hará las veces de espesante), lamínalos e introduce en un cazo con el azúcar. Cuece durante unos minutos sin dejar de remover.
- Añade el resto de ingredientes y sigue removiendo con frecuencia (mejor con una cuchara de palo) hasta que la manzana este perfectamente cocida y espesado casi con la consistencia de una mermelada. Con 20’- 25’es suficiente. Rompiéndola con un tenedor o la propia cuchara adquirirá una textura para mí ideal. Si te gusta más fina, pásala por la batidora, y si está aún algo líquida déjala al fuego unos minutos más.
- Una vez enfríe, llena con la mermelada botes de cristal, introdúcelos en una cacerola con agua que los cubra, calienta y cuando rompa a hervir mantenlos unos 20’. Deja enfriar, viste los tarros a tu gusto y guarda. Ya tienes tu mermelada.
Extremadamente sencillo, exquisitamente deliciosa.
A disfrutar.
NOTA
El proceso para la elaboración de
cualquier mermelada es siempre el mismo (puedes añadir más azúcar en lugar de
fruta, pero no te lo recomiendo, ya que la haces tú aligérala de azúcares y aprovecha
la fructosa del fruto). Juega pues con tus preferencias y atrévete a combinar y
crear tus propias especialidades. A ésta en particular, una copita de brandy añadido
en la elaboración, le queda también de maravilla. Es una cuestión de gustos e
ir probando.
MÚSICA PARA ACOMPAÑAR
Para la elaboración: Slow. Leonard Cohen.
Para la degustación: Al otro lado del río. Jorge Drexler.
VINO RECOMENDADO
La Cartuja blanco dulce. D.
Valencia
DÓNDE COMER
En cualquier lugar mecido por la
tranquilidad de la mañana. Que sea el paso suave y relajante de sus minutos
quien te acompañe.
QUÉ HACER PARA COMPENSAR LAS CALORÍAS
Pasear y ordenar el día y las
ideas en compañía de uno mismo…por supuesto sin renunciar a lo que surja en el
camino.